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Juan Carlos I en la Audiencia Nacional
06/06/2014
Publicada: 07/06/2014
Afirmar que Juan Carlos I no es responsable de los crímenes de la dictadura es tan grotesco como exculpar a cualquier alto cargo del III Reich, pretextando que solo realizaba funciones diplomáticas o administrativas...
Anoche tuve un sueño. Soñé que Juan Carlos I se sentaba en el banquillo de la Audiencia Nacional, acusado de enaltecimiento del terrorismo. La inefable jueza Ángela Murillo desplegaba sus modales cuarteleros para encarar al Borbón populista, malhablado y propenso a soltar guantazos cuando alguien no complace su real gana. Interrogado por la jueza, Juan Carlos I respondía a las preguntas con un rotundo: “¿Por qué no te callas?”. Sin dejarse intimidar, Murillo replicaba: “Por mí, como si tomas vino”. Aunque los excesos etílicos corren por sus aristocráticas venas, el Rey declinaba la invitación y, con gesto compungido, declaraba: “He sufrido malos tratos y torturas”. “Es el procedimiento habitual”, contestaba la implacable jueza. “No se queje y no calumnie a la Guardia Civil”. “No ha sido la Guardia Civil –objetaba el Borbón, con lágrimas de cocodrilo-. Ha sido el pueblo español. Me ha hecho sufrir mucho, afeando mis cacerías y mis debilidades carnales”. “Bueno –exclamaba la jueza, conciliadora-. Esos reproches maliciosos e inconstitucionales son obra de perro-flautas y rojo-separatistas. No se preocupe, Majestad. Los estamos cazando en Twitter y Facebook. Se van a cagar. Les vamos a meter un buen puro. Y si se ponen gallitos, los enviaremos al juez Eloy Velasco. Ese sí que es un buen…”. Alarmado, el fiscal tosió con fuerza, impidiendo escuchar el final de la frase. “Un buen magistrado”, rectificó la jueza. Más tranquilo, el Borbón sonrió, cerrando su real boca. Detrás del cristal blindado, parecía el anciano Tiberio, feliz de pensar en su ansiado retiro en su mansión de Capri, donde ya no tendría que rendir cuentas de sus actos a plebeyos y periodistas entrometidos.
Desgraciadamente, “toda la vida es sueño / y los sueños, sueños son”. Mi sueño solo es una pirueta del inconsciente, que jamás se escenificará. Juan Carlos I disfrutará de su jubilación, flirteando tranquilamente con los siete pecados capitales en la piscina de Capri, un privilegio reservado a los que solo responden ante Dios y ante la Historia. Como Carlos V, Felipe II y su admirado Francisco Franco. El Borbón nunca ocultó su admiración hacia el Generalísimo. En una conocida entrevista de los años sesenta, el Príncipe manifiesta: “Para mí es un ejemplo viviente, por su desempeño patriótico al servicio de la patria día a día. Por esto, siento por él un gran afecto y admiración”. ¿Alguien se imagina a Angela Merkel expresando algo parecido sobre Hitler? Algunos dirán que es una analogía malintencionada y desproporcionada, especialmente después de que el Diccionario Biográfico Español de la Real Academia de la Historia estableciera que “Franco fue un general valeroso y católico que participó en un Gobierno caótico”. Al margen de la penosa cacofonía de la frasecita, Franco tal vez sería “valeroso y católico”, pero las cifras no mienten y solo falsificando la historia se podrá negar su condición de asesino y genocida. Durante la guerra civil, declaró al periodista norteamericano Jay Allen que ganaría la guerra “a cualquier precio”, fusilando a media España si era necesario. Casi cumple su promesa. Los historiadores aún polemizan sobre el número de víctimas, pero incluso los más moderados admiten que superan las 150.000. Gabriel Jackson habló de 400.000, pero Antony Beevor y Paul Preston señalan que la represión solo afectó a 200.000 “rojos”. Estos cálculos no incluyen las bajas en el frente ni las víctimas de los bombardeos sobre la población civil. Mi madre pudo ser una de esas víctimas, pues solo tenía doce años cuando cayó una bomba sobre la casa donde vivía en pleno centro de Madrid. La Calle de la Palma no era un objetivo militar, pero Franco –“valeroso y católico” – estimó que diezmar a la población civil era una buena estrategia para acabar con la Segunda República. La Audiencia Nacional persigue con saña inquisitorial a internautas y raperos que lanzan exabruptos en las redes sociales, acusándoles de “enaltecimiento del terrorismo”, pero no interviene cuando se ensalza a Franco y se niega a extraditar a conocidos torturadores de la dictadura, como el sádico Antonio Gómez Pacheco, alias Billy el Niño, o el ex capitán de la Guardia Civil Jesús Muñecas. Los magistrados alegarán que “se ajustan a Derecho”, pero esa argucia legal no les exime de su responsabilidad moral. Nunca han dado un paso para proteger a las víctimas del franquismo y no han desperdiciado la oportunidad de humillar a sus familias cada vez que intentaban conseguir una reparación legal. No hay motivo para sorprenderse, pues la Audiencia Nacional es la continuación del Tribunal de Orden Público y del Tribunal Especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo. Nada ético o noble saldrá de sus entrañas franquistas.
Juan Carlos I no solo hace apología del genocidio cuando elogia a Franco, sino que es cómplice de los crímenes perpetrados por la dictadura, al menos desde 1969, cuando el Caudillo le designó sucesor en la Jefatura del Estado. El 2 de marzo de 1974 se ejecutó al anarquista catalán Salvador Puig Antich y al ciudadano alemán Heinz Chez, que en realidad se llamaba Georg Michael Welzel. Welzel tardó 25 minutos en morir. Puig Antich tuvo una agonía algo más breve, pero igualmente indigna y dolorosa. El 27 de septiembre de 1975 se produjeron las últimas ejecuciones del franquismo. Tres militantes del FRAP (José Humberto Baena, José Luis Sánchez Bravo y Ramón García Sanz) y dos militantes de ETA (Ángel Otaegi y Juan Paredes Manot, Txiki) fueron fusilados por voluntarios de la Guardia Civil, que se pusieron de acuerdo para alargar la agonía de los reos, disparando escalonadamente a zonas no vitales del cuerpo. Durante la dictadura, las ejecuciones convivieron con las torturas –sistemáticas, masivas- y los asesinatos extrajudiciales, como el de Enrique Ruano, joven estudiante de Derecho que el 20 de enero de 1969 no sobrevivió a los interrogatorios de la infame Brigada Político-Social. Celso Galván, uno de sus asesinos, se convertiría con los años en escolta de Juan Carlos I. No creo que este hecho pueda atribuirse al azar. Por si alguien duda sobre la identificación del Rey con la dictadura, no está de más recordar el comunicado que la Casa Real emitió el 18 de julio de 1978: “Hoy se conmemora el aniversario del Alzamiento Nacional que dio a España la victoria contra el odio y la miseria, la victoria contra la anarquía, la victoria para llevar la paz y el bienestar a todos los españoles. Surgió el Ejército, escuela de virtudes nacionales, y a su cabeza el Generalísimo Franco, forjador de la gran obra de regeneración”. Afirmar que Juan Carlos I no es responsable de los crímenes de la dictadura es tan grotesco como exculpar a cualquier alto cargo del III Reich, pretextando que solo realizaba funciones diplomáticas o administrativas. Juan Carlos I nunca traspasará el umbral de la Audiencia Nacional, salvo para ser agasajado y ensalzado. La jueza Murillo seguirá exhibiendo sus modales exquisitamente democráticos y Eloy Velasco, Pedraz y el resto de sus colegas continuarán empapelando a los internautas (preferiblemente jóvenes y amas de casa) que desahogan su rabia con frases incendiarias. El objetivo es dejar muy claro que los poderes político, judicial y legislativo trabajan conjuntamente contra los ciudadanos. Ni el paro ni los desahucios excusan a los que piden la cabeza de políticos y banqueros. No importa que solo sean expresiones simbólicas e inofensivas, que reflejan la indignación contra el régimen del 78, una trama que combina represión, corrupción y brutalidad policial para destruir los derechos sociales y laborales de los trabajadores. La pobreza infantil, la emigración forzosa de los jóvenes, la explotación laboral, las obscenas desigualdades y los desahucios de familias con hijos menores o discapacitados no le quitan el sueño a la Audiencia Nacional. Juan Carlos I seguirá la estela de Tiberio y la clase obrera solo podrá escoger entre la miseria, la manipulación o el desengaño. En las Analectas, Confucio escribió: “Donde hay justicia no hay pobreza”. Evidentemente, ese aforismo no puede aplicarse en España, donde torturadores y genocidas viven tranquilos y la ciudadanía ha interiorizado que si llaman a la puerta de su casa a las seis de la mañana, no es el lechero, sino un hijo del Duque de Ahumada. No creo que Dios ni la Historia exculpen a Juan Carlos I, el Rey del IBEX-35 y las satrapías del Magreb y el Golfo Pérsico.